The secret life of Walter Mitty es una de
esas raras películas que han conseguido tocarme tanto el corazón como el
cerebro: es divertida, tierna, imaginativa, bien construida, profunda y a la
vez ligera; es una reflexión sobre la fantasía, y la vida y la ficción; y
también un comentario sobre el uso del pasado y su importancia para el presente
y para la configuración del futuro. Es un montón de cosas serias y sin embargo,
cuando uno sale del cine, se siente ligero, vivo, alegre, optimista, a pesar de
que la película termina con dos personas de cuarenta años que acaban de perder
sus empleos.
Como estas líneas están destinadas a lectores
que ya han visto la película, no me molestaré en resumir la trama, sino que voy
a pasar directamente a comentar lo que me ha impresionado particularmente.
Lo primero que llama la atención nada más
empezar a verla es que los títulos de crédito no se sobreimponen a las
imágenes, sino que forman parte de la realidad descrita, con lo cual ya se
anula la primera frontera entre la realidad de la ficción que vamos a ver y la
realidad “real”, extratextual, de la gente que ha hecho posible la cinta. Además, no es un truco único
sino que, a lo largo de la película irán apareciendo palabras y textos que
completan las imágenes que estamos viendo, cosa que, por una parte nos deja
claro que estamos asistiendo a una ficción, pero por otra parte nos aporta un
componente lúdico sin desligarnos de la identificación con lo que sucede.
Enseguida, cuando Walter está esperando el
tren que ha de llevarlo a su trabajo, surge por primera vez la arrolladora fantasía
del protagonista y nos lo encontramos convertido en un Superman que salva al
perrito de Cheryl, la chica de la película; y con ello entramos en otro nivel
de ficción, el más evidente: los sueños diurnos de Walter Mitty que se
alimentan precisamente de escenas cinematográficas mil veces disfrutadas y de
clichés narrativos de toda la vida: el héroe, la doncella, el malo, la lucha a
puñetazos, la declaración de amor eterno, el sacrificio hasta la muerte, etc.
Poco después lo acompañamos a su trabajo: la
prestigiosa revista Life que durante décadas, junto a su compañera Time,
conformó la visión estadounidense del mundo real para ofrecerla al resto del
planeta. Las emblemáticas fotos de Life son las que, a lo largo de más medio
siglo, han recogido y casi creado la actualidad, la realidad del mundo
occidental. Caminando con Walter por los pasillos de la editorial vamos viendo
fotos que han hecho historia, personajes para el recuerdo: Marilyn Monroe, la
llegada a la Luna, John Lennon, Vietnam… momentos estelares del siglo XX. Y con
eso entra otro nivel más en la ficción a la que estamos asistiendo: la realidad
pasada por el ojo de los fotógrafos, seleccionada por ellos y por el equipo de
la revista; la realidad que se conserva para el futuro, para que la gente del
futuro tenga acceso al pasado, o al menos a la visión del pasado que Life
decidió guardar, de acuerdo con su lema: “Ver el mundo, enfrentarse al peligro,
mirar tras los muros, acercarse a los demás, asombrarse y sentir”.
Walter, el protagonista, es el custodio de
esas imágenes, del archivo donde se guarda la realidad visual del siglo XX. Él,
en su biblioteca sin luz natural, sin ventanas a la calle, conserva las escenas
del pasado, las guerras, los triunfos, la naturaleza, las catástrofes, los retratos
de quienes fueron actualidad y ahora son ya historia. Ahí, en ese archivo, es
donde se unen los dos temas centrales de la cinta: la influencia de la
imaginación y el pasado sobre la realidad y el futuro.
Poco a poco empieza a aflorar una de las
aseveraciones de la película (me vais a perdonar que no hable de “mensaje” pero
es que eso lo asocio o con el servicio de Correos o con los curas y los malos
profesores de literatura de mi adolescencia): la realidad es susceptible de ser
alterada, de ser cambiada de modo duradero. Cuesta trabajo, hay que echarle
valor, y hay distintas formas de conseguirlo pero se puede hacer si uno quiere.
Puedes pasarte la vida soñando lo que quisieras hacer o puedes tratar de
hacerlo. Puedes fracasar en el intento, pero incluso fracasando has aprendido
algo y estás unos pasos más cerca de lo que deseabas. Pero se trata de una
aseveración suave, divertida, no es la lucha a muerte de los protagonistas de
tantas películas americanas donde vemos a un hombre contra el mundo, que al
final gana, sino la posibilidad que se le ofrece a un hombre normal de salir de
su rutina con ayuda de su imaginación y luego, empujado por la casualidad, ir
atreviéndose a dar el siguiente paso. Lo que no significa, en absoluto, que las
cosas tengan que salir bien.
Además de los diferentes planos de realidad,
a los que luego volveré, una cosa que me parece magnífica en la película es el
uso de los objetos del pasado. Lo primero que aparece, además del archivo, es
ese magnífico, inmenso, molestísimo piano de cola que impide de momento que la
madre de Walter –magnífica Shirley McLaine– pueda mudarse a la residencia de
ancianos que habían elegido. El piano, al ser un regalo de boda de su marido,
adquiere en el pensamiento de los hijos la categoría de inviolable y, por
tanto, se convierte en un peso muerto que, literalmente, los aplasta a todos.
No es en absoluto casual que casi al final de la película las cosas empiezan a
resolverse y aligerarse cuando madre e hijos deciden vender el símbolo del
pasado, cobrar un dinero que les viene muy bien, y empezar a pensar en el
futuro libres de esa carga. “Ya somos mayores los tres”, dice la madre cuando
los hijos aún sufren pensando que traicionan al padre al vender el piano. Pero
el padre, como se nos presenta a través de los recuerdos, habría estado de
acuerdo con una solución tan pragmática.
Del mismo modo el muñeco que representa la
infancia de Walter y por el que lucha como un superhéroe contra el malo de la
película, sólo empieza a resultar útil y positivo al ser cambiado por el skateboard
que le va a permitir volver a ser joven durante una escena impagable (el
descenso por la carretera hasta el pueblo islandés) y que va a darle ocasión de
conseguir el amor de Cheryl y ganarse el respeto de su hijo. También la mochila
y el diario de viajes, que al principio de la película no son más que trastos
viejos, se convierten en cosas útiles al cambiar el protagonista de actitud.
Es decir, que el pasado puede ser una losa
que nos limita o puede ser un par de alas, según sepamos usarlo. Igual que la
familia, que al principio parece lo típico de las películas de Hollywood, una
fuente de molestias y complicaciones, pero que pronto se revela como algo
tremendamente positivo. Madre e hijos se llevan bien, se ayudan, se quieren. Lo
que se cuenta del padre nos hace ver que siempre fueron una familia unida, que
el padre también estaba orgulloso de sus hijos, sin importar que el chico
quisiera hacerse una cresta punk y fuera skater. Incluso el
exmarido de Sheryl es lo bastante amable como para ayudarla a reparar la nevera
que se le ha estropeado a ella. Y el compañero de Walter en el archivo es un
tipo raro pero buena persona, como Todd, el de la agencia de contactos de Los
Angeles.
El mundo “real” en el que viven los
personajes no se presenta con dramatismo; los personajes tienen sus problemas,
claro, los problemas reales y normales que todos sufrimos: la vejez de una
madre que ha decidido retirarse a una residencia de ancianos, el divorcio, la
soledad, la necesidad de encontrar el amor, el miedo a perder el empleo, la
asistencia constante a castings donde
uno es medido y pesado y muchas veces rechazado… Un mundo como el que
conocemos, donde los malos no están ahí para matarte a tiros, sino – algo más
real y terrible– para humillarte, para quitarte la dignidad y el trabajo; donde
los malos no son tipos duros y perversos a los que puedes enfrentarte a tiros y
a puñetazos, sino simples gilipollas de traje y corbata, mediocres que se creen
primos de dios y que, por desgracia, tienen tu vida laboral en sus manos y
contra los que no puedes luchar. Esa gente que también es, sobre todo, imagen,
proyección, vacío; que no tienen ni siquiera la imaginación suficiente para
soportar el día a día siendo a ratos otra persona, como hace Walter.
Y además de todos estos niveles de ficción y
de esta bella reflexión sobre el peso del pasado, tenemos la figura épica de
Sean, el fotógrafo que envía negativos de los de antes salpicados de su propia
sangre que ha derramado en el ejercicio de su heroica profesión; una figura deliciosamente
cliché, exagerada, arquetípica, que luego resulta ser un tipo encantador, un
tipo que a veces, cuando una escena es demasiado bella, decide guardársela para
el recuerdo propio, para disfrutarla mientras sucede y no enlatarla, ni
fijarla, ni compartirla con nadie que no haya estado con él en ese instante.
Ese fue para mí uno de los mejores momentos de la película: los pocos segundos
en los que Sean tiene a tiro al tigre fantasma –“la belleza no necesita llamar
la atención”– y en lugar de hacerle la foto, se limita a disfrutar de estar viéndolo.
También me ha gustado que la foto del último
número de Life, la quintaesencia, sea la de un archivero, en representación de
todos los profesionales de los que depende cualquier trabajo de equipo; esos
profesionales que no se ven, que no tienen glamour,
que se limitan a hacer bien lo que tienen que hacer para que todo funcione. Y
me ha encantado la discreta y demoledora confrontación de Walter con el
gilipollas de Hendrick, mucho más satisfactoria que la lucha entre superhéroes
por las calles de Manhattan.
Y me ha parecido magnífico ese final real,
cotidiano, tierno, de los dos protagonistas caminando codo a codo por la
ciudad, como en un poema de Benedetti, felices de estar juntos, de haber visto
la portada del último número de Life, de haber quedado para ver una función de Grease
en una iglesia de barrio. Y el momento de valentía, de decisión, cuando Walter,
sin mirar a Cheryl, la coge de la mano para cruzar la calle. Sin besos de tres
minutos, sin desnudarse a zarpazos por el pasillo, sin hambrientas escenas de
cama.
Dos personas que acaban de perder su
empleo a los cuarenta años pero que están enamorados y se cogen de la mano por
primera vez. Eso es realidad. Y buen cine. Y bálsamo para el espíritu.
Esta película nos recuerda que la realidad es
mucho más amplia de lo que creemos, que hay muchas realidades, distintas para
cada persona (los marineros chilenos del barco, el piloto borracho de
Groenlandia, los warlords de Pakistán, la hermana del protagonista, el gilipollas
que tiene que organizar el despido y el cierre de la empresa…), que existe la
realidad de la imaginación, de los sueños diurnos; que esa realidad se apoya en
ficciones cinematográficas y novelescas, y que éstas, a su vez, se apoyan en
mitos y arquetipos tan antiguos como la humanidad. Y está la realidad de la
imagen fotográfica, que es y no es real –es real porque se fotografía lo que
hay frente a la cámara; no es real porque se selecciona lo que interesa, y se
descarta lo que no conviene–, esas imágenes que conforman el mundo visual
público que, poco después de su momento presente, pasan al archivo y se
convierten para siempre en pasado inalterable. También está la escena en la
que, al regresar Walter de Pakistán, lo hacen pasar por una pantalla de rayos X
y vemos la “realidad oculta” de su esqueleto, lo que no es accesible a nuestros
ojos. Y está la realidad del teatro, de la obra en la que trabaja Odessa, la
hermana de Walter, –Grease- que
representa el mundo “real” en un escenario. Y, por supuesto, la película en sí
que, durante las dos horas de proyección, nos habla de un mundo tan real como
el nuestro sin que dejemos de ser conscientes de que estamos viendo una ficción
exagerada que tiene poco de realista y, sin embargo, es real.
Si continuamos así, veremos que en la base es
todo un juego de espejos, pero Ben Stiller ha elegido con muchísimo tino –en mi
opinión– el tono de su película. Con los mismos mimbres podía haber hecho una
cinta lenta y reflexiva, o una obra surrealista o una historia de realismo
mágico, o una de superhéroes sin más. Sin embargo ha conseguido hacer algo
emocionante, que nos contagia el cariño que él ha puesto en ello, jugando con
tantos detalles que resulta imposible mencionarlos todos.
Habrá que estar atentos a este hombre, aunque
si nunca volviera a hacer otra película, ya le estoy enormemente agradecida por
la felicidad que me ha dado las dos veces que la he visto: El día de mi
cumpleaños me regalé volver a verla. ¡Gracias, Mr. Stiller!