lunes, 20 de enero de 2014

Libros que leen a su lector


Este fin de semana he leído un artículo en el New York Times del 7 de enero (voy atrasada, lo confieso; se me amontonan las cosas por leer) que no se me va de la cabeza porque presenta una novedad que a los escritores nos puede cambiar mucho la forma de trabajar en el futuro y no estoy nada segura de que me guste la idea. Es más, sé que no me gusta, pero quiero darle una oportunidad porque todo nuevo desarrollo tecnológico merece, en mi opinión, al menos un tiempo de reflexión antes de ser condenado. Por eso estoy escribiendo esto, para aclararme yo y para ver qué pensáis vosotros.
Resulta que, ahora que ya se pueden leer libros en e-readers, y almacenar la información sobre cómo son leídos esos libros (deprisa, despacio, linealmente, a saltos, etc.) han surgido unos “servicios” que ofrecen lectura a un precio increíble a cambio de información por parte de los lectores.
Me explico:
Este verano Smashwords cerró un trato para poner 225.000 libros en Scribd, una biblioteca digital con un servicio de suscripción que comenzó a funcionar en octubre pasado. Oyster es un servicio parecido basado en el área de Nueva York, y la cosa funciona así:
El lector se suscribe, paga una cuota mensual de 10 dólares y, a cambio, puede leer todo lo que quiera de entre los libros que están en esa biblioteca digital. Por supuesto es consciente de que sus costumbres de lectura quedarán registradas y serán pasadas posteriormente a los escritores que paguen por conseguir esos datos. De ese modo, todo autor puede enterarse en detalle de cómo se lee y se recibe su texto: puede saber cuántos de los lectores que empiezan a leer su novela la acaban realmente; dónde dejan de leer, con qué velocidad leen, qué pasajes leen más rápido, o más veces; qué pasajes se saltan...
El escritor puede darse cuenta, pongo como ejemplo, de que cuando sus personajes empiezan a reflexionar, la mayor parte de lectores se salta los monólogos interiores; que cuando pone una escena erótica o una escena de tortura, o una declaración amorosa, hay muchos lectores que la leen dos y tres veces; que cuando se amontonan los misterios y aún quedan muchas páginas, la mitad de los lectores se va directamente al final.
¿Eso es bueno o es malo?
Los inventores del asunto, evidentemente, dicen que con esta “ayuda” los libros serán cada vez mejores porque los autores sabrán exactamente qué quiere su audiencia.
Yo no creo que un libro vaya a ser mejor por darle a los lectores exactamente lo que quieren. Si el escritor no se arriesga, no prueba cosas nuevas, no intenta variar, sorprender, incluso tomar el pelo o engañar a veces a su lector, acabará repitiendo los mismos esquemas una y otra vez. Y soy consciente de que muchos lectores quieren exactamente eso: más de lo mismo; series con los mismos personajes enfrentados a problemas ligeramente distintos. Pero pienso que debe haber hueco para los escritores que queremos cambiar en cada novela, aunque nos arriesguemos a perder a algunos lectores que habían disfrutado de la anterior y sin embargo no se entusiasman con la nueva porque es otra cosa muy distinta.
Dentro de poco, se rumorea, Amazon empezará también a ofrecer este servicio a los lectores y pronto, lógicamente, empezará a ofrecer a los escritores la posibilidad de comprar la información obtenida. La tentación es grande. Estoy segura de que muchos escritores lo comprarán (¿compraremos?) aunque sólo sea una vez, aunque sólo sea “por curiosidad”, para ver qué les ha gustado más, qué les ha aburrido, si han terminado tu novela, si la han dejado ya en los primeros capítulos...
Y entonces, después de haber cedido a la curiosidad, y de haberle pagado a la empresa que ofrece estos servicios, y de saber (o creer saber) qué quiere tu público... entonces ¿qué? ¿Empiezas a quitar reflexiones, o descripciones, o escenas en las que sólo salen mujeres? ¿Empiezas a añadir violencia, o romanticismo? ¿Quitas páginas? ¿Quitas misterios? ¿Pones más escenas en lugares exóticos? ¿Fuerzas el final feliz?
A mí, la verdad, no me gusta la idea.

Exámenes

Está acabando el semestre y toca poner exámenes. Los estudiantes van locos tratando de memorizar lo que tendrían que haber aprendido poco a poco y con alegría. Los profesores van locos tratando de poner exámenes que no cuesten demasiado de corregir y permitan "objetivizar" las notas que van a dar.

Todos los semestres lo mismo.

Y yo, de toda la vida, detesto poner exámenes. Bastante más que hacerlos. Al fin y al cabo, hacerlos es cuestión de demostrar que sabes lo que deberías saber, pero poner exámenes es algo que me coloca en una posición de controlador que nunca he querido para mí.

Llevo muchísimos años dando clase, y me encanta enseñar. Sigo encontrando muy estimulante enseñar a otras personas a hacer cosas que yo sé hacer, todas relacionadas con la literatura, eso sí. Me gusta enseñar a leer como escritor, enseñar a analizar textos y a sacarles todo lo que tienen dentro, explicar el contexto histórico en el que surgió una determinada obra, llevar a los estudiantes a encontrar y comprender las alusiones, los guiños que un texto ofrece, la intertextualidad, la intermedialidad... Disfruto de ayudarlos a escribir mejor sus propios textos, a descubrir los fallos, a jugar con distintas posibilidades para ver cómo cambia un relato cambiando su narrador, su estructura, su punto de vista... Todo eso me parece estupendo. Pero cuando se acerca el fin de semestre y tengo que plantearme qué les voy a poner como examen, entonces empiezo a sufrir, simplemente porque detesto el concepto del examen en sí.

No sé siquiera bien por qué, pero el hecho de tener que examinarse después de un buen número de clases, me parece ligeramente humillante, tanto para los estudiantes como para mí. Desde mi punto de vista de maestra significa que no lo he hecho bien, ya que tengo que comprobar que de verdad han aprendido lo que he intentado enseñarles a lo largo de unos meses. Y que no me fío de ellos. Un buen maestro a la antigua debería saber qué nivel tiene cada uno de sus alumnos y, sin más, hablar con ellos y decirles si están ya a la altura necesaria o si tienen que seguir trabajando hasta llegar al nivel requerido. Y desde el punto de vista del estudiante, lo correcto sería haber dado suficientes muestras de lo conseguido a lo largo del aprendizaje para que el examen no se hiciera necesario.

Pero no. Yo tengo que hacer una serie de preguntas para asegurarme de que ellos saben contestarlas. Ellos me escriben respuestas que yo ya sé. Todos nos cansamos y nos aburrimos y cuando la nota no es positiva, además se enfadan, como si no tuvieran claro ellos mismos que aún no saben bastante.

A mí me gustaría trabajar con gente -poca- que de verdad quisiera aprender lo que yo soy capaz de enseñar, gente que confiara lo bastante en mí como para no necesitar exámenes, en una institución que se fiara tanto de sus profesores como de sus alumnos, un lugar donde unos estuvieran satisfechos enseñando y otros aprendiendo, donde los estudiantes llegaran a un punto en el que empezaran a ser mejores que sus maestros y los maestros estuvieran encantados con ello.

Sé que es utópico, pero no puedo evitar ese tipo de deseos. Especialmente cuando, como ahora, salgo de una reunión en la que se me pide que “sea realista” y que me deje de sueños inalcanzables –como el de reformar el plan de estudios para que nuestros alumnos puedan tener más libertad de elección, o el de diseñar una nueva página web para que resulte mínimamente atractiva para futuros estudiantes–.

Está claro que lo de “la fantasía al poder” quedó atrás. Ahora sólo queda el poder, sin fantasía, para unos cuantos seres grises –gris oscuro– que exigen muchos exámenes. Para los demás, claro.

miércoles, 8 de enero de 2014

?Por qué escribir?


Como el pensamiento va por libre y hace lo que quiere, yo llevo un par de días dándole vueltas a una cuestión que nunca me había interesado particularmente y ahora, de golpe, me viene a la cabeza una y otra vez: ¿por qué escribo? ¿Por qué dedico horas y horas de mi limitado tiempo sobre la Tierra, de mi única vida, a escribir ficciones, historias inventadas de personajes inexistentes? ¿Por qué me importan esas historias y esos personajes? ¿Por qué hay otras personas a las que también les importan?
Esto, claro, es una cuestión secundaria y tiene una explicación más sencilla. Como yo también soy lectora y derivo un gran placer de la lectura, puedo comprender que a uno le importen y hasta le preocupen los problemas de seres que no han existido nunca y que disfrute de las ficciones que otras personas se han molestado en crear. Creo saber por qué leo. Pero eso no resuelve la primera cuestión. ¿Por qué escribo?
Yo no escribo por altruísmo, para hacer felices a otros posibles lectores; me gusta que suceda, claro, pero no es mi motivación primaria. Tampoco escribo para que me quieran, como decía Scott Fitzgerald, opinión que comparten muchos otros escritores. Sé seguro que la gente que me quiere me querría igual si dejara de escribir. Incluso al principio, en mi adolescencia, llegué a sentir lo contrario: un vago temor de que mi familia y mis amigos me quisieran menos o dejaran de quererme al averiguar qué cosas tan raras se ocultaban en mi cerebro. Y sin embargo seguí escribiendo.
Definitivamente no escribo por vanidad ni para que mi ego se sienta mejor: vivo lejos, no acudo a tertulias de televisión, ni voy a cócteles y presentaciones. Todo el “ego boosting” que recibo es por escrito, a través de reseñas, comentarios o e-mails y creo que eso no le bastaría a nadie para pasarse varias horas diarias encerrado en casa poniendo una palabra detrás de otra. Tampoco escribo por dinero. Me gusta que me paguen por mi trabajo, evidentemente, y siempre me hace ilusión vender una novela y que la compren en otros países y que me den mis royalties cuando procede pero, si fuera sólo para ganar dinero, hay muchas formas más efectivas y menos solitarias de hacerlo. Aparte de que llevo más de veinte años escribiendo profesionalmente y sólo hace diez que podría vivir de ello, lo que deja claro que ganar dinero no puede haber sido mi motivación.
Ni escribo para comunicar una “verdad”, ni para abrirle los ojos al mundo, ni para hacer proselitismo de nada. Si fuera ese mi interés, habría entrado en política o me dedicaría a la publicidad o habría fundado una religión.
Y, además, la posteridad me importa un pimiento. Me parecería horrible que un plan de estudios obligara a estudiantes del futuro a leer mis novelas o mis cuentos. No necesito tener calles a mi nombre ni me apetece que coloquen un busto mío en un jardín con palomas, esos bichos asquerosos sin expresión.
Así que... ¿por qué lo hago?
Descartado (o casi) todo lo anterior, me temo que sólo me queda una respuesta: porque me da placer escribir, porque disfruto haciéndolo. Pero hay muchas otras cosas que me dan placer y, sin embargo, no les dedico tantísimo tiempo ni tantísimo esfuerzo. Me gusta dibujar del natural, y hacer yoga, y salir a caminar durante horas, y bailar, y cocinar platos complicados, y me encanta el cine... pero todo eso se queda para los ratos libres, después de escribir, no en lugar de ello.
¿Será para poder vivir más vidas que sólo la mía, tan pequeña, tan “normal”? ¿Será para averiguar qué hay dentro de mí, dentro de otros seres humanos? ¿Será porque no puedo evitarlo, porque las ideas y las historias surgen en mi interior como burbujas de cava y tengo que sacarlas para que no me vuelvan loca?
Si leéis esto, y también escribís, ¿sería mucho pedir que me digáis por qué lo hacéis vosotros?
Estoy segura de que me ayudaría mucho.