Todos los semestres lo mismo.
Y yo, de toda la vida, detesto poner exámenes. Bastante más que hacerlos. Al
fin y al cabo, hacerlos es cuestión de demostrar que sabes lo que deberías
saber, pero poner exámenes es algo que me coloca en una posición de controlador
que nunca he querido para mí.
Llevo muchísimos años dando clase, y me encanta enseñar.
Sigo encontrando muy estimulante enseñar a otras personas a hacer cosas que yo
sé hacer, todas relacionadas con la literatura, eso sí. Me gusta enseñar a leer
como escritor, enseñar a analizar textos y a sacarles todo lo que tienen
dentro, explicar el contexto histórico en el que surgió una determinada obra,
llevar a los estudiantes a encontrar y comprender las alusiones, los guiños que
un texto ofrece, la intertextualidad, la intermedialidad... Disfruto de
ayudarlos a escribir mejor sus propios textos, a descubrir los fallos, a jugar
con distintas posibilidades para ver cómo cambia un relato cambiando su
narrador, su estructura, su punto de vista... Todo eso me parece estupendo.
Pero cuando se acerca el fin de semestre y tengo que plantearme qué les voy a
poner como examen, entonces empiezo a sufrir, simplemente porque detesto el concepto del
examen en sí.
No sé siquiera bien por qué, pero el hecho de tener que
examinarse después de un buen número de clases, me parece ligeramente
humillante, tanto para los estudiantes como para mí. Desde mi punto de vista de
maestra significa que no lo he hecho bien, ya que tengo que comprobar que de
verdad han aprendido lo que he intentado enseñarles a lo largo de unos meses. Y
que no me fío de ellos. Un buen maestro a la antigua debería saber qué nivel tiene
cada uno de sus alumnos y, sin más, hablar con ellos y decirles si están ya a
la altura necesaria o si tienen que seguir trabajando hasta llegar al nivel
requerido. Y desde el punto de vista del estudiante, lo correcto sería haber
dado suficientes muestras de lo conseguido a lo largo del aprendizaje para que
el examen no se hiciera necesario.
Pero no. Yo tengo que hacer una serie de preguntas
para asegurarme de que ellos saben contestarlas. Ellos me escriben respuestas
que yo ya sé. Todos nos cansamos y nos aburrimos y cuando la nota no es
positiva, además se enfadan, como si no tuvieran claro ellos mismos que aún no
saben bastante.
A mí me gustaría trabajar con gente -poca- que de verdad
quisiera aprender lo que yo soy capaz de enseñar, gente que confiara lo
bastante en mí como para no necesitar exámenes, en una institución que se fiara
tanto de sus profesores como de sus alumnos, un lugar donde unos estuvieran
satisfechos enseñando y otros aprendiendo, donde los estudiantes llegaran a un
punto en el que empezaran a ser mejores que sus maestros y los maestros
estuvieran encantados con ello.
Sé que es utópico, pero no puedo evitar ese tipo de
deseos. Especialmente cuando, como ahora, salgo de una reunión en la que se me
pide que “sea realista” y que me deje de sueños inalcanzables –como el de
reformar el plan de estudios para que nuestros alumnos puedan tener más
libertad de elección, o el de diseñar una nueva página web para que resulte
mínimamente atractiva para futuros estudiantes–.
Está claro que lo de “la fantasía al poder” quedó
atrás. Ahora sólo queda el poder, sin fantasía, para unos cuantos seres grises –gris
oscuro– que exigen muchos exámenes. Para los demás, claro.
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