lunes, 20 de enero de 2014

Exámenes

Está acabando el semestre y toca poner exámenes. Los estudiantes van locos tratando de memorizar lo que tendrían que haber aprendido poco a poco y con alegría. Los profesores van locos tratando de poner exámenes que no cuesten demasiado de corregir y permitan "objetivizar" las notas que van a dar.

Todos los semestres lo mismo.

Y yo, de toda la vida, detesto poner exámenes. Bastante más que hacerlos. Al fin y al cabo, hacerlos es cuestión de demostrar que sabes lo que deberías saber, pero poner exámenes es algo que me coloca en una posición de controlador que nunca he querido para mí.

Llevo muchísimos años dando clase, y me encanta enseñar. Sigo encontrando muy estimulante enseñar a otras personas a hacer cosas que yo sé hacer, todas relacionadas con la literatura, eso sí. Me gusta enseñar a leer como escritor, enseñar a analizar textos y a sacarles todo lo que tienen dentro, explicar el contexto histórico en el que surgió una determinada obra, llevar a los estudiantes a encontrar y comprender las alusiones, los guiños que un texto ofrece, la intertextualidad, la intermedialidad... Disfruto de ayudarlos a escribir mejor sus propios textos, a descubrir los fallos, a jugar con distintas posibilidades para ver cómo cambia un relato cambiando su narrador, su estructura, su punto de vista... Todo eso me parece estupendo. Pero cuando se acerca el fin de semestre y tengo que plantearme qué les voy a poner como examen, entonces empiezo a sufrir, simplemente porque detesto el concepto del examen en sí.

No sé siquiera bien por qué, pero el hecho de tener que examinarse después de un buen número de clases, me parece ligeramente humillante, tanto para los estudiantes como para mí. Desde mi punto de vista de maestra significa que no lo he hecho bien, ya que tengo que comprobar que de verdad han aprendido lo que he intentado enseñarles a lo largo de unos meses. Y que no me fío de ellos. Un buen maestro a la antigua debería saber qué nivel tiene cada uno de sus alumnos y, sin más, hablar con ellos y decirles si están ya a la altura necesaria o si tienen que seguir trabajando hasta llegar al nivel requerido. Y desde el punto de vista del estudiante, lo correcto sería haber dado suficientes muestras de lo conseguido a lo largo del aprendizaje para que el examen no se hiciera necesario.

Pero no. Yo tengo que hacer una serie de preguntas para asegurarme de que ellos saben contestarlas. Ellos me escriben respuestas que yo ya sé. Todos nos cansamos y nos aburrimos y cuando la nota no es positiva, además se enfadan, como si no tuvieran claro ellos mismos que aún no saben bastante.

A mí me gustaría trabajar con gente -poca- que de verdad quisiera aprender lo que yo soy capaz de enseñar, gente que confiara lo bastante en mí como para no necesitar exámenes, en una institución que se fiara tanto de sus profesores como de sus alumnos, un lugar donde unos estuvieran satisfechos enseñando y otros aprendiendo, donde los estudiantes llegaran a un punto en el que empezaran a ser mejores que sus maestros y los maestros estuvieran encantados con ello.

Sé que es utópico, pero no puedo evitar ese tipo de deseos. Especialmente cuando, como ahora, salgo de una reunión en la que se me pide que “sea realista” y que me deje de sueños inalcanzables –como el de reformar el plan de estudios para que nuestros alumnos puedan tener más libertad de elección, o el de diseñar una nueva página web para que resulte mínimamente atractiva para futuros estudiantes–.

Está claro que lo de “la fantasía al poder” quedó atrás. Ahora sólo queda el poder, sin fantasía, para unos cuantos seres grises –gris oscuro– que exigen muchos exámenes. Para los demás, claro.

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